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BOSQUEJOS ONÍRICOS

EL LIBRO Y EL CADÁVER

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Deseo (el verbo es excesivo) transliterar los ideogramas que visualicé sobre mi cuerpo antes de despertar. Recuerdo, porque recordar es modificar y confundir, un libro y un cadáver. Imaginé que el libro era mío y que el cadáver era mi víctima. Mis dedos eran tan inútiles como los colores sin la luz. Intenté tomar el libro, alejarme del cadáver y escapar, pero no pude, y ahora temo que ese recuerdo prefigure mi destino. 
Seguía quieto como una cosa sobre mi cama. Advertí la inmovilidad de mis párpados cuando un rayo de sol interrumpió efímeramente la imagen del cadáver. Advertí, también, la increíble ausencia del sonido.
De pronto (quizá, distraído por la distracción) vi el rostro de mi madre dibujado con hojas cerca de la ventana. Como no podía hablar, lo pensé, y algo irreal aconteció. 'Te extraño, mamá'', escuché, y de alguna manera ella me escuchó. No entendía qué había sucedido. Volví a imaginarme hablar: ''Regresa''. Era una voz diferente, más grave y madura que la que suelo oír cuando hablo. Súbitamente, me imaginé levantándome y algo (no sé si era yo) me levantó. Imaginé a mi madre volver y no volvió. Sólo entonces me decepcionó la limitación del poder que de pronto tenía. Argüí que no podía modificar el comportamiento de los demás con mis pensamientos. Sólo entonces me imaginé leyendo el libro, pero nada sucedió. El libro seguía allí, tan inmóvil como yo cuando no estoy pensando. Resolví que el libro tenía tanta vida como yo y que éste se rehusaba a ser leído. Me imaginé volando y así sucedió. Me atormentó la desesperación de quien piensa que nada es para siempre. Tal vez por eso nunca me alejé tanto del suelo. Me imaginé hablando: ''Si mi madre no regresa, me imaginaré buscándola y encontrándola''.
Me pregunté reiteradas veces si era yo el que volaba o sólo hacía volar a una imagen parecida a mí. Me pregunté si uno podía llegar a sentir lo que debiera sentir la imagen que uno idea cuando la realidad le prohíbe continuar. Sólo entonces recordé que la ausencia del sonido podía significar, en realidad, la ausencia de la percepción auditiva. Pensé, quizá inútilmente, que el ruido sólo existe si hay alguien que pueda oírlo. ''Quizá yo no estoy donde estoy'', me imaginé hablando. Tal vez eso explica la ausencia del sonido. Pero, si no estoy donde estoy, ¿dónde estoy? La pregunta es perversa e inútil.
Llegué (o imaginé llegar) al mismo cuarto. Vi a mi madre llorar y abrazar al cadáver que me acompañó antes de partir a buscarla. Gritaba como si le hubiesen mutilado una pierna o, peor aún, como si hubiese perdido un hijo. Me imaginé preguntándole por aquel cadáver. Olvidé lo inútil que es imaginar que alguien te responda. Intenté abrazarla y desapareció. Sólo entonces advertí que el cadáver era yo. Me volví hacia el libro y éste también desapareció. Ahora, despierto y dueño de mis pensamientos (mas no esclavo), imagino que el cadáver es una promesa inevitable y que el libro, víctima de su autor, es vestigio del futuro. Puede que sea escrito antes de que el que piensa mi destino me imagine cumpliendo una promesa. 

EL RELOJ INTERMINABLE

jueves, 25 de diciembre de 2014

Entré en una habitación sombría y tal vez circular. No logré recorrerla toda, pero entendí que era una habitación porque había una puerta amarilla y paredes ligeramente curvilíneas que, de seguir su curso, tendrían que volver a juntarse en algún lugar demasiado alejado de donde yo estaba. Creo haber dicho que había una puerta, y no estaba mintiendo, pues lo que me condujo hacia otra cámara igualmente circular y ligeramente más sombría fue una suerte de ventana triangular que tenía su base en el piso. Poco después de cruzar la ventana, entré en una cafetería en la que había gente que comía sin emitir sonido alguno. Todos —absolutamente todos— llevaban puesto pantalones blancos, camisas blancas y sombreros verdes y naranjas. Intenté evocar algo, pero no lo conseguí. Todo lo que vi en ese lugar era nuevo, y ninguna de esas imágenes me hizo recordar algo que yo haya visto antes. Caminé al rededor de todos ellos, primero cantando; luego, empujando; después, gritando, pero no merecí los insultos de ninguno de ellos. Poco después advertí que no había paredes en ningún lugar. Seguí caminando y, a medida que me alejaba más, disminuía la cantidad de mesas que veía y, en algún lugar, dejé de visualizar a todos. Primero razoné que alejarme de los demás era demasiado peligroso teniendo en cuenta que no sabía ni dónde estaba ni cómo había llegado a este lugar, si acaso era un lugar. Luego entendí que esas personas eran más peligrosas que el resto, pues sencillamente no había tal resto, sino un lugar inmensamente blanco y vacío. Llegué a un lugar en el que había un reloj inusual en su arquitectura y su posición. Yacía en el suelo y, curiosamente, la saetilla que señalaba las horas no volvía nunca al mismo lugar, pues bajaba en una especie de espiral que conducía a un agujero inmenso. Al acercarme más, me di cuenta de que el reloj era también una escalera de caracol, y mi curiosidad decidió bajar con el fin de encontrar alguna salida o siquiera inventarla. Los primeros escalones fueron fáciles pero luego me sorprendió lo cansado que estaba. La cara empezó a picarme y los huesos parecían haberse inflamado. Me senté durante unos minutos, pues había sudado demasiado. Desde algún lugar empezó a soplar el viento, y mis cabellos se metían en mis ojos y comenzaba a incomodarme más y más. Bajé y bajé sin encontrar la salida. Volví a sentarme, esta vez para llorar. Odié mi cuerpo, mis ganas de morir, mi sed y mi ropa. Me odié por completo y, cuando me puse las palmas en el rostro para secar mi cobardía, advertí que mi barba había crecido increíblemente durante las últimas cuatro horas. Me toqué la nuca y sólo entonces me di cuenta de que mis cabellos habían crecido demasiado. Me saqué la camisa y, en el peldaño que anunciaba que eran las catorce mil quinientas veinticinco horas, me vi reflejado en un anciano enjuto y jadeante. Quise subir, pero resbalé y me fracturé una pierna. Durante doce meses estuve recuperándome sentado en el mismo peldaño, sin comer y sin morir. Cuando creí haberme recuperado, volví a intentar subir. Primero, lo intenté lentamente, quizá treinta peldaños cada media hora. Luego, con más confianza y con menos dolores, incluso me atreví a trotar. Llegué como el mismo adolescente que había bajado, y esta vez lloré de felicidad. Regresé a la cafetería sin paredes y entré por la ventana triangular. Cuando volví a la cámara circular, vi la puerta por la que había entrado, pero esta vez era naranja. Me pregunté muchas veces por qué sabía que había entrado a esta habitación por esa puerta y, al mismo tiempo, no recordaba dónde había estado antes. No lograba recordar ni siquiera que había dejado yo detrás de esa puerta. Me pregunté, también, si esa puerta naranja era la misma que yo había visto amarilla antes pero, como ya no confiaba en mis percepciones, la abrí de par en par.
—Te dije que no volvieras —dijo alguien, riéndose.
Inmediatamente entendí todo. Por eso respondí:
—Esta vez no regresaré, lo prometo.

GONZALO TOLEDO

lunes, 22 de diciembre de 2014

He escrito en el camino, no sé con qué exactitud, esta carta, interminablemente. Ignoro si es tarde o demasiado pronto. Sé que perpetraré emociones que nada o poco tienen que ver con la buena literatura, pero, a estas alturas, poco interesa.
Recuerdo haber oído (y luego escuchado) un vals en el que lamentabas mi ausencia y la de mis hermanos. "Se fueron los pibes", reza el título. Habíamos partido a Buenos Aires y quién sabe qué exabrupto te dictó esas líneas. Tú sabías muy bien que no éramos nosotros quienes se iban, sino, poco a poco, tú, irreversiblemente.
Yo ya había conseguido que los demás creyeran que era inteligente cuando regresamos, y tú seguías —aunque de manera distinta— ahí. Proferías palabras más débiles y, acaso, más nostálgicas. La aprobación de tus textos te importaba menos que la alegría de ver (o escuchar) un partido de Alianza Lima o visitar cierto templo en Barrios Altos. Ahora, lejano en el tiempo y en la memoria, recuerdo tus aplausos que confirmaban una anotación blanquiazul y tus cansados pies que agotaban el parqué de la sala. Ya no hay aplausos, ni siquiera alegrías. Te las llevaste todas, y sólo has dejado artículos periodísticos que no he leído y —lo sospecho— no leeré.
Habíamos vuelto, pero tú, en algún lugar, te quedaste, quizá en el instante en que perdiste (perdimos) a tu compañera. Ignoro aun el dolor de esa pérdida inevitable que esa extraña enfermedad causó en ti, pero, si se parece a la que hoy causa en mí, imagino que el porvenir fue, al menos para ti, más predecible que el pasado.
Luego llegó a nosotros (y a ti no) Santa Cruza, esa extraña ciudad boliviana que ahora me parece ilusoria. Antes de partir, me obligaron (nunca fue necesario, pero lo hicieron) a despedirme de ti. Ya lo habían hecho mis hermanos. Entré en tu cuarto (en el que después dormiría) y te vi, con las palmas sobre tu cabeza y las piernas cruzadas. Me acerqué y dije: "Te quiero mucho, abuelito. Te juro que volveré". Tú me miraste extrañado y me dijiste: "¿A qué hora regresas?". Luego, para que no vieras mis lágrimas —y porque lo necesitaba— te abracé, y sentí que ese abrazo era infinito. Me alejé de ti, caminando hacia atrás para no perder tu rostro en el olvido. Bajando las escaleras, algo (quizá tú) me detuvo, y volví corriendo a tu cuarto. Seguías allí, sin esperar nada, sin sospechar nada. Me acerqué de nuevo y, esta vez, las lágrimas fueron evidentes. Perdóname ese acto egoísta. De alguna manera, advertiste que la despedida iba a ser larga, quizá eterna. "Volveré a verte", repetí, y las lágrimas intentaban esconderse detrás de los ojos.
Aún recuerdo el momento, no el día, en el que mi madre recibió la llamada. Era muy temprano (no había pasado ni dos meses de nuestra partida) y una mujer intentaba decirle a mi madre, de la manera más suave, si acaso es posible, que tú habías partido. El dolor atravesó los ojos de mi madre y llegó hasta los míos. Las horas que prosiguieron fueron irreales; lo que sucedió después, tal vez, no importaba. Me impresionaba salir a la calle y ver a gente riendo, como si el dolor no fuese universal. "¿Cómo puede continuar todo sin ti, sin nosotros, ese nosotros que ya no existe y me obliga ahora a estar solo?", me pregunté.
Tú habías partido dormido, como siempre lo imaginaste. Acaso no recordabas que nosotros no estábamos. Acaso lo sabías, y por eso preferiste la muerte. Déjame criticar, al menos hoy, que los días me hacen daño y no encuentro cómo no llorar.
Todos escribimos una carta de despedida, a pedido de mi madre que, por razones tan triviales como la económica, era la única que podía viajar. Desconozco la que escribió Héctor y ya no recuerdo la que escribí yo. Sólo recuerdo —es inevitable— la de Luigi, que tenía 14 y acaso no entendía, o no quería entender, la realidad, la realidad sin ti.
Con desmesurada mala ortografía, redactó, como un niño, recuerdos que a mí me hicieron demasiado daño. "Ahora soy hincha de Alianza, papi Gonzi. Es una promesa", decía. No soy capaz de superar el dolor de un niño, pero sí de transmutarlo. He escrito páginas que, estoy seguro, no son dignas de ti. Acaso debí quedarme. Ahora no lamento no haber regresado, sino haberme ido.
Perdóname la desidia. Perdóname las amarguras. Perdóname haber sido demasiado joven como para entenderte cuando perdiste a Ferrando, acaso tu mejor amigo. Y gracias por los abrazos que nunca me negaste. Gracias por buscarme debajo de mi cama. Gracias por haber pagado mi colegio con el dinero de tu jubilación. Gracias por haber sido un abuelo, un amigo y, cuando lo necesité, un hermano y un padre. No deseo hablar del periodismo, disciplina que juzgo inútil, ni de la música criolla que tanto odié y sigo odiando. ¿Para qué mentirte con gustos en común que jamás existieron?. No, no dejaré que me cuentes nada. Déjame que lea y relea los abrazos que aún recuerdo. Déjame que te cuente que aún te extraño, y que lo que pueda afirmar o negar esta carta es insignificante. Prometí que volvería y no lo hice. Ahora, que estoy más solo que antes, sólo puedo prometer, como se lo prometí a cierta persona, que seré inmortal, para que tu recuerdo lo sea conmigo.
A Gonzalo Toledo.

EPITAFIO

domingo, 21 de diciembre de 2014

En algún momento razoné que había desperdiciado mucho tiempo planeando conversaciones y resolviendo problemas en mi mente que nunca llegue a tener. Terminé varios libros imaginarios, actué en muchos filmes desconocidos —mis favoritos— y cambié para siempre la historia de países que muchas personas cultas no conocen. Me puse la camiseta peruana y marqué el gol que nos clasificó al mundial por primera vez e, incluso, ideé el discurso en el que le decía al país que el logro no era mío, sino de los treinta millones de peruanos que estuvieron alentando (claro está que primero busqué en Internet los resultados del último censo). Creé melodías lacrimosamente, llené varios estadios con gente desconocida que conocía mis canciones, canciones que yo había compuesto en mi mente, cuando terminaba de resolver aquellos problemas que me causaban más angustia que los que podría llamar problemas reales. Todo, absolutamente todo, parecía ser una perdida de tiempo. Ya no estoy tan seguro. 
En otra vida viviré todo aquéllo. Aunque no estoy seguro, tengo que estarlo. "En otra vida me enamoraré", pensé, sacando unas monedas de mi bolsillo. "Ahora tengo que llegar al teléfono cueste lo que cueste." Es increíble lo que puede llegar a razonar un hombre cuando siente que no le quedan muchos minutos de vida. No podía morir, no en Lima, no tan lejos de casa, aunque no esté muy seguro de cuál sea mi casa. Ya había muerto demasiada gente y había escuchado frases como "Pobrecito, ¿lo conociste? Era el brother que hacía magia con los cigarros. Yo no hablé más de dos veces con él, pero parecía que sus amigos lo querían mucho". Hubo otro, cuya muerte parecía más obvia. "Todo el día estaba drogado. Era cuestión de tiempo". Me pregunté, caminando con dificultad hacia el teléfono público, quién sería después de mi muerte. Ya no me sentía una persona. Me había rebajado a comentario, a lástima, a descripción. "El que escribía, el que tocaba guitarra, el amigo de Luis, de Gian Carlo, el que desperdicio su vida leyendo". Para algunas personas era el inteligente, el que tenía potencial, el que desperdiciaba su talento. Era cualquiera de esas cosas, menos una persona. Tan cerca de mi muerte, nada me diferenciaba de Borges, de Joyce, de Chávez o de Paul Walker. Sentí lo que todo ser humano siente en algún instante de su vida: la necesidad de sentir que ha valido la pena estar vivo, que hemos hecho algo importante, que hemos cambiado el rumbo para siempre. En resumen, el deseo, casi la necesidad, de sentirnos importantes. El motor con el cual solía manipular a las personas. Argüí que cualquier persona en ese momento, sin importar cuán estúpida sea, podría haberme manipulado como lo hacen los genios de verdad con las mentes débiles.
Veía, a lo lejos, un teléfono público. Mi mente parecía apagarse. Mi pierna derecha no respondía y me latían arterias en la frente, el corazón y la pierna. Estaba en esos segundos que preceden al sueño y contra los que es muy difícil librar una batalla. "No cierres los ojos", pensé, dándome ánimos. Antes de llegar, caí de rodillas y una mujer se acercó, dejando sus bolsas en el suelo. "¿Necesitas ayuda?"; me preguntó. Inmediatamente, saqué mi teléfono y le pedí que llamará al último número de mi agenda.
En otra vida, pensaré todo lo que he hecho y haré todo lo que he pensado. Sé que perderé mucho de lo que he logrado, pero la ecuación me favorecerá. Despertar en la casa de una persona que no conozca puede llegar a ser normal, pero no recordar cómo llegue ahí es preocupante, aunque, lo admito, legendario.
Morir es inevitable y generalmente no elegimos en qué momento lo haremos. Siempre he creído que los suicidas son pusilánimes que fueron obviados por todas las personas que estaban a su al rededor y que, en algún momento, cansados de no decidir qué clase de vida querían tener, decidieron en qué momento terminarla, como un único acto esporádico de valentía. Yo, tan adicto a la adrenalina, puede que, sin quererlo, termine matándome, ya sea caminando en el borde de un edificio para ganarle una apuesta a un amigo del barrio o poniendo a prueba a mi corazón con litros de Whisky y Red Bull.  De morir pronto —parece lo más probable—, procuraré no ser un comentario triste. 

UNA PROMESA INCUMPLIDA

miércoles, 17 de diciembre de 2014

"Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales" 
Mario Benedetti. 

Ella está adentro, y yo, afuera. Podría tratarse de una metáfora cruel sobre la felicidad, pero no lo es. Es el umbral, y no importa cuál, que nos separa. Veo una lágrima nerviosa resbalando sobre su mejilla, pero mi mirada no está borrosa. Tengo la fría sensación de que ella espera que no lo haga. ¿Lo esperaba?
Cualquiera que viese la última conversación desde afuera, no habría visto nada más que dos amigos dándose consejos sobre temas sin importancia. "El negocio es así", "me llevé tu teléfono", "¿qué harás en navidad", pero, si la conversación no la hubiese visto cualquiera, sino, tal vez, un músico, un poeta o una actriz, quizá haya percibido, desde una perspectiva más sensible, una tensión casi infinita que no lograba conminar a sus protagonistas a proferir preguntas más sinceras y que delatasen en realidad lo que uno y otro estaba sintiendo. Yo no sé, no puedo saber, si ella oye las mismas voces. Ignoro si ella, al mirarme y derramar esas lágrimas, escucha a los que yo llamo mis "dos yo". Siempre he creído que todos somos capaces, tal vez no de escucharlos, pero sí de pensar que tenemos dos opciones polarizadas, cuyas consecuencias nos dejan parados exactamente en el cielo o, en mi caso, en el infierno.

"Vete, no la mires. Es tarde. Cada segundo que la observas, que lo analizas, es una oportunidad menos de escapar. Ella merece algo mejor, y seguramente tú también. ¿No consideras egoísta seguir al lado de la persona que amas a cambio de destruirla y destruirte?"

"Quédate y mírala fijamente. Es ella. ¿Cómo puedes siquiera verla llorar y no improvisar un abrazo torpe? No importa cuán dura sea la situación por la que están pasando, si están juntos es más fácil. ¿Qué te hace pensar que estar solos aumentará las posibilidades de estar bien, si minutos después de que te vayas empezará tu infierno y tal vez el suyo también. Quédate, abrázala y quédate".

"Vete, sé fuerte y vete. Estás haciéndole daño quedándote. Estás haciéndote daño quedándote. Ella dejará de amarte pronto. El amor eterno no existe. Es una leyenda inventada por cobardes que tienen miedo de estar solos. Ella te ama, punto. No significa que lo hará mucho tiempo. Si te vas ahora, te extrañará demasiado; luego, te extrañará mucho; luego, te extrañará, y luego, bueno, dejará de hacerlo. ¿De verdad crees que ella no ha amado antes? Ya lo hizo y olvidó a quienes tenía que olvidar. Lo mismo pasará contigo. Poco a poco dejarás de ser importante para ella, y un nuevo mundo aparecerá ante sus ojos. Empezará a estudiar, conocerá más personas y se permitirá sentir por otros lo que ahora siente por ti. Vete ahora. Si la quieres, vete"

"¿Si la quieres vete? ¿Eres estúpido? Si la quieres, quédate. Si de verdad la quieres, que sienta todo lo que pueda sentir, y que lo sienta por ti. Tú también eres importante. Estás cansado, irritado, tenso y molesto. ¿Por qué has elegido creer que ella es la culpable? ¿Por qué no le pides un abrazo? Ella nunca te lo ha negado. Sabes muy bien que hoy dormirás solo y que en algún momento despertarás y no la encontrarás y te arrepentirás de haberte ido. Querrás separarle los brazos durante la madrugada e intentarás abrazarla, pero ella ya no estará ahí, y será porque elegiste irte, elegiste verla llorar y aun así marcharte. Será porque elegiste el infierno. Quédate, que ella necesita amor, y tú también". 

"Ahora tienes miedo. Sientes que cada segundo que ella pasa sin ti la aleja emocionalmente de ti. Crees que intentará "vengarse" y saldrá con otras personas. ¿Y?, ¿qué importa? Ya te han hecho lo mismo antes y sigues vivo. Que salga, se divierta, conozca personas. Si ella se convence de que eres un imbécil y no quiere volver contigo, mejor aún. Si ya ni siquiera tienes posibilidades con ella, entrarás en pánico, llorarás, fingirás durante un tiempo que no te importa, pero la buscarás nuevamente y ella te rechazará. Lo hará una, dos y tal vez tres veces, pero luego te resignarás, poco a poco. Sabrás que ella dejó de amarte y te parecerá inútil seguir intentándolo. Jugarás alguna última carta, porque eres experto manipulando. Pero ella no es tonta y lo advertirá. Lo tomará como un manotazo de ahogado y te verá débil, triste y patético. Lo que una vez fue amor se convertirá en lástima y, créeme, dejará de sentir lo que siente con mucha rapidez. No eres imprescindible y mucho menos irreemplazable. Sólo te quedarán de ella unas cuantas fotos y ella te hará sentir miserable el día que esté con alguien más y te pida que las borres. Pasarán los años y recordarás todo esto como la experiencia que te enseñó a no ser tan imbécil, pero puede que, después de todo, ella esté mejor y vea lo que pasó contigo como el capítulo de su vida que le sirvió para madurar y aprender a no ceder ante nadie. Terminarás haciéndole un favor". 

Entro en el ascensor. Presiono el botón y advierto que mi dedo está temblando. "No lloraré hasta que la puerta se cierre", pienso, y siento que debo aguantar. Al bajar, ella sale por su ventana y me pide con mucha tranquilidad que suba unos momentos. Empiezo a temblar nuevamente, pero subo. Imagino dos mil posibilidades distintas en mi mente, pero ninguna ocurre. Al abrir el ascensor, ella aparece y me dice que he olvidado mi dólar de la suerte, y me da cien soles de los ahorros que teníamos para que tenga en dónde dormir. Luego, más tranquila, me dice que es lo mejor para los dos y me pide un abrazo. Accedo, algo inseguro, y siento que es el primer abrazo que no es el eterno penúltimo abrazo, sino el último. Después de esto, el frío.

Bajo nuevamente y espero un taxi. Miro hacia la ventana del cuarto piso y la veo mirándome. Volteo nuevamente hacia la pista y deseo con toda la voluntad inútil que tienen los humanos para modificar el destino, que un vehículo se aproxime rápido. Me vuelvo hacia la ventana nuevamente y ella ya no está. "No voy a llorar", pienso, mirando mi guitarra. Unos segundos después, ella aparece por la puerta del edificio en donde vive y se acerca a toda velocidad. Se detiene justo en frente de mí y las lágrimas empiezan a caer. "Ella me quiere", pienso, y la piel se me eriza. 



"Si alguna vez muero recordarás este momento"; "Tú no sabes retozar, pollo tonto"; "¿Para eso me robas, pollo estúpido?"; "Necesito amor, dame amor"; "Me desmayo, morí, ayúdame. Dame amor"; "Soy una pollita de mil seiscientos cincuenta millones de dólares, y tú eres un pollo chusco y tonto. No sirves para nada"; "Oye, ámame, ¿dónde estás? Te extraño"; "Me perdí en un supermercado y un repollo me dijo que tú me habías robado a Google. Ahora lo sé todo"; "Eres un pollito delincuente. No sirves para nada. Sólo sabes comer, tratarme mal y oler feo. Pollo chusquín"; "Una vez cada veinticinco años una pollita se aferra a su pollito y nunca más se va"; "Ya estoy harta. Soy una pollita de mil seiscientos cincuenta millones de dólares, y desde que me robaste me alimentas mal y me haces dormir en lugares feos"; "Ya no te soporto, todo el día estás molestándome, te dejo para siempre, ya no te amo"; "Oye, pollito, estoy sufriendo. Ven a buscarme. No abandones el equipo. Tengo miedo. Te amo mucho". 







LA CHICA DE MIS SUEÑOS

lunes, 15 de diciembre de 2014

Me levanto algo cansada, pero me levanto igual. Sé que si no me apresuro no lo lograré. Aunque esté apurada, tengo que bañarme, pero no voy a perder mucho tiempo, pues, antes de dormir, he separado lo que voy a usar hoy. He comprado dos pares de zapatillas; un par azul y otro rosado pastel. Me pintaré los párpados del mismo color que mi blusa y que mis uñas, pues los detalles son importantes. ¿Y si no me mira? No importa demasiado. El truco para no emocionarse es, quizá, imaginar que nunca sucederá lo que esperas que suceda, y aun así hacer de todo para que lo que quieres que pase, pues pase. Soy lista, ¿no?
Tardo mucho en secar mi cabello. No bien acabo, orado los lóbulos de mis lindas orejas con aretes en forma de estrella. Obviamente, uso oro. ¡No quiero infectarme! 
"Hola, mi nombre es Sally", pienso, pero no logro convencerme, de modo que, una vez cambiada, decido salir e improvisar lo que se me ocurra. 
Paolo vive en una casa grande y vieja. Siempre sale a la calle cuando el Sol ya se oculto y regresa cuando está a punto de salir. Parece un murciélago. Las dos últimas semanas que lo seguí, tenía una guitarra en la mano y parecía tararear una canción de Charly García. Me consta que ha dejado de fumar y me he preguntado muchas veces en mi mente cuál es la causa. Sólo lo he visto usar un par de zapatillas, y desde hace una semana tiene en la punta izquierda una pequeña mancha roja, quizá salsa de tomate. 
La ruta que toma es interesante. Siempre que llega a una esquina y dobla a la derecha, al llegar a la otra esquina lo hace a la izquierda. Camina en forma de escalera y así atraviesa dos o incluso tres distritos. Cada cierto tiempo, se sienta sobre el capó de un vehículo y practica una canción, siempre de Charly García, hasta que el duelo lo bota. Él, casi siempre, guarda su guitarra sin mirarlo ni contestarle y se va a buscar otro lugar en dónde cantar. Si nadie le pide que se vaya, aun así se va. Nunca se queda más de media hora en ningún lugar. 
No sé si tiene un teléfono móvil. Nunca lo he visto contestar una llamada y jamás, que yo sepa, se ha cruzado con alguien en la calle. Quizá yo sea la persona que deba hacerlo, no lo sé. Mientras tanto, lo observo, lo observo caminar por alguna razón que no entiendo. Tal vez lo hago porque sospecho que nadie en el mundo puede estar más solo que yo, excepto él, que camina kilómetros con una guitarra en la mano sin rumbo alguno y obedece patrones de ruta que tal vez ni siquiera ha notado. ¿Es ese el chico que quiero conocer? ¿Por qué sigo siguiéndolo, si ni siquiera lo conozco? He caminado con él tantas veces y no me ha visto jamás. Hace mucho me armé de valor y lo choqué casualmente (?). Acto seguido, le pregunté por una dirección, pero él obvio mi presencia, me esquivo y siguió caminando. Me sonrojé completamente y juré nunca más intentar algo parecido. Aunque estoy casi segura de que no vio mi rostro, ni mucho menos lo memorizó, no creo que vuelva a reunir el coraje suficiente para volver a intentar algo parecido. 
Las horas siguen pasando y Paolo hace lo mismo, caminar, detenerse, tocar guitarra, cantar, levantarse y volver a caminar. Jamás he sospechado siquiera que esté loco, pero quién sabe. 
Alguna vez razoné que si me cruzaba con él muchas veces, vestida de distintas maneras y protagonizando distintos personajes, tal vez, sin que su mente consciente lo note, podría aparecer una que otra vez en alguno de sus sueños. ¿Y si al despertarse advirtiera que se ha enamorado de una chica que no existe? Imagino que es posible. Yo aparecería, de tantas veces verme en la calle y no prestarme atención, en uno de sus sueños. Al despertar, notaría que se enamoró de mí, pero no recordará mi rostro. Se lamentará demasiado e intentará volver a soñar conmigo, pero nunca lo logrará. Entonces, un día cualquiera, yo caminaré cerca de él, tendré el cabello precioso, estaré con mi blusa celeste y mis zapatillas nuevas. Mis ojos y mis uñas llamarán su atención, y puede que vea sus ojos reflejados en mis aretes de oro. Tal vez, y sólo tal vez, reconocerá en mí el rostro de la mujer que lo enamoró en alguno de sus sueños, o quizá en dos, y será él el que se sonroje esta vez. Yo me acercaré y le preguntaré si le pasa algo, y está vez será él el que tartamudee y se ponga a temblar. Dios, ¡qué hermoso sería! Él temblaría y yo sabría, en ese mismo instante, que mi plan funcionó: él ha soñado conmigo. 
–¿Eres la mujer de mis sueños? –pregunta Paolo, confundido.
–Eso espero –contesto, sonriendo, y abro los ojos.



 
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