GONZALO TOLEDO

lunes, 22 de diciembre de 2014

He escrito en el camino, no sé con qué exactitud, esta carta, interminablemente. Ignoro si es tarde o demasiado pronto. Sé que perpetraré emociones que nada o poco tienen que ver con la buena literatura, pero, a estas alturas, poco interesa.
Recuerdo haber oído (y luego escuchado) un vals en el que lamentabas mi ausencia y la de mis hermanos. "Se fueron los pibes", reza el título. Habíamos partido a Buenos Aires y quién sabe qué exabrupto te dictó esas líneas. Tú sabías muy bien que no éramos nosotros quienes se iban, sino, poco a poco, tú, irreversiblemente.
Yo ya había conseguido que los demás creyeran que era inteligente cuando regresamos, y tú seguías —aunque de manera distinta— ahí. Proferías palabras más débiles y, acaso, más nostálgicas. La aprobación de tus textos te importaba menos que la alegría de ver (o escuchar) un partido de Alianza Lima o visitar cierto templo en Barrios Altos. Ahora, lejano en el tiempo y en la memoria, recuerdo tus aplausos que confirmaban una anotación blanquiazul y tus cansados pies que agotaban el parqué de la sala. Ya no hay aplausos, ni siquiera alegrías. Te las llevaste todas, y sólo has dejado artículos periodísticos que no he leído y —lo sospecho— no leeré.
Habíamos vuelto, pero tú, en algún lugar, te quedaste, quizá en el instante en que perdiste (perdimos) a tu compañera. Ignoro aun el dolor de esa pérdida inevitable que esa extraña enfermedad causó en ti, pero, si se parece a la que hoy causa en mí, imagino que el porvenir fue, al menos para ti, más predecible que el pasado.
Luego llegó a nosotros (y a ti no) Santa Cruza, esa extraña ciudad boliviana que ahora me parece ilusoria. Antes de partir, me obligaron (nunca fue necesario, pero lo hicieron) a despedirme de ti. Ya lo habían hecho mis hermanos. Entré en tu cuarto (en el que después dormiría) y te vi, con las palmas sobre tu cabeza y las piernas cruzadas. Me acerqué y dije: "Te quiero mucho, abuelito. Te juro que volveré". Tú me miraste extrañado y me dijiste: "¿A qué hora regresas?". Luego, para que no vieras mis lágrimas —y porque lo necesitaba— te abracé, y sentí que ese abrazo era infinito. Me alejé de ti, caminando hacia atrás para no perder tu rostro en el olvido. Bajando las escaleras, algo (quizá tú) me detuvo, y volví corriendo a tu cuarto. Seguías allí, sin esperar nada, sin sospechar nada. Me acerqué de nuevo y, esta vez, las lágrimas fueron evidentes. Perdóname ese acto egoísta. De alguna manera, advertiste que la despedida iba a ser larga, quizá eterna. "Volveré a verte", repetí, y las lágrimas intentaban esconderse detrás de los ojos.
Aún recuerdo el momento, no el día, en el que mi madre recibió la llamada. Era muy temprano (no había pasado ni dos meses de nuestra partida) y una mujer intentaba decirle a mi madre, de la manera más suave, si acaso es posible, que tú habías partido. El dolor atravesó los ojos de mi madre y llegó hasta los míos. Las horas que prosiguieron fueron irreales; lo que sucedió después, tal vez, no importaba. Me impresionaba salir a la calle y ver a gente riendo, como si el dolor no fuese universal. "¿Cómo puede continuar todo sin ti, sin nosotros, ese nosotros que ya no existe y me obliga ahora a estar solo?", me pregunté.
Tú habías partido dormido, como siempre lo imaginaste. Acaso no recordabas que nosotros no estábamos. Acaso lo sabías, y por eso preferiste la muerte. Déjame criticar, al menos hoy, que los días me hacen daño y no encuentro cómo no llorar.
Todos escribimos una carta de despedida, a pedido de mi madre que, por razones tan triviales como la económica, era la única que podía viajar. Desconozco la que escribió Héctor y ya no recuerdo la que escribí yo. Sólo recuerdo —es inevitable— la de Luigi, que tenía 14 y acaso no entendía, o no quería entender, la realidad, la realidad sin ti.
Con desmesurada mala ortografía, redactó, como un niño, recuerdos que a mí me hicieron demasiado daño. "Ahora soy hincha de Alianza, papi Gonzi. Es una promesa", decía. No soy capaz de superar el dolor de un niño, pero sí de transmutarlo. He escrito páginas que, estoy seguro, no son dignas de ti. Acaso debí quedarme. Ahora no lamento no haber regresado, sino haberme ido.
Perdóname la desidia. Perdóname las amarguras. Perdóname haber sido demasiado joven como para entenderte cuando perdiste a Ferrando, acaso tu mejor amigo. Y gracias por los abrazos que nunca me negaste. Gracias por buscarme debajo de mi cama. Gracias por haber pagado mi colegio con el dinero de tu jubilación. Gracias por haber sido un abuelo, un amigo y, cuando lo necesité, un hermano y un padre. No deseo hablar del periodismo, disciplina que juzgo inútil, ni de la música criolla que tanto odié y sigo odiando. ¿Para qué mentirte con gustos en común que jamás existieron?. No, no dejaré que me cuentes nada. Déjame que lea y relea los abrazos que aún recuerdo. Déjame que te cuente que aún te extraño, y que lo que pueda afirmar o negar esta carta es insignificante. Prometí que volvería y no lo hice. Ahora, que estoy más solo que antes, sólo puedo prometer, como se lo prometí a cierta persona, que seré inmortal, para que tu recuerdo lo sea conmigo.
A Gonzalo Toledo.
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