EPITAFIO

domingo, 21 de diciembre de 2014

En algún momento razoné que había desperdiciado mucho tiempo planeando conversaciones y resolviendo problemas en mi mente que nunca llegue a tener. Terminé varios libros imaginarios, actué en muchos filmes desconocidos —mis favoritos— y cambié para siempre la historia de países que muchas personas cultas no conocen. Me puse la camiseta peruana y marqué el gol que nos clasificó al mundial por primera vez e, incluso, ideé el discurso en el que le decía al país que el logro no era mío, sino de los treinta millones de peruanos que estuvieron alentando (claro está que primero busqué en Internet los resultados del último censo). Creé melodías lacrimosamente, llené varios estadios con gente desconocida que conocía mis canciones, canciones que yo había compuesto en mi mente, cuando terminaba de resolver aquellos problemas que me causaban más angustia que los que podría llamar problemas reales. Todo, absolutamente todo, parecía ser una perdida de tiempo. Ya no estoy tan seguro. 
En otra vida viviré todo aquéllo. Aunque no estoy seguro, tengo que estarlo. "En otra vida me enamoraré", pensé, sacando unas monedas de mi bolsillo. "Ahora tengo que llegar al teléfono cueste lo que cueste." Es increíble lo que puede llegar a razonar un hombre cuando siente que no le quedan muchos minutos de vida. No podía morir, no en Lima, no tan lejos de casa, aunque no esté muy seguro de cuál sea mi casa. Ya había muerto demasiada gente y había escuchado frases como "Pobrecito, ¿lo conociste? Era el brother que hacía magia con los cigarros. Yo no hablé más de dos veces con él, pero parecía que sus amigos lo querían mucho". Hubo otro, cuya muerte parecía más obvia. "Todo el día estaba drogado. Era cuestión de tiempo". Me pregunté, caminando con dificultad hacia el teléfono público, quién sería después de mi muerte. Ya no me sentía una persona. Me había rebajado a comentario, a lástima, a descripción. "El que escribía, el que tocaba guitarra, el amigo de Luis, de Gian Carlo, el que desperdicio su vida leyendo". Para algunas personas era el inteligente, el que tenía potencial, el que desperdiciaba su talento. Era cualquiera de esas cosas, menos una persona. Tan cerca de mi muerte, nada me diferenciaba de Borges, de Joyce, de Chávez o de Paul Walker. Sentí lo que todo ser humano siente en algún instante de su vida: la necesidad de sentir que ha valido la pena estar vivo, que hemos hecho algo importante, que hemos cambiado el rumbo para siempre. En resumen, el deseo, casi la necesidad, de sentirnos importantes. El motor con el cual solía manipular a las personas. Argüí que cualquier persona en ese momento, sin importar cuán estúpida sea, podría haberme manipulado como lo hacen los genios de verdad con las mentes débiles.
Veía, a lo lejos, un teléfono público. Mi mente parecía apagarse. Mi pierna derecha no respondía y me latían arterias en la frente, el corazón y la pierna. Estaba en esos segundos que preceden al sueño y contra los que es muy difícil librar una batalla. "No cierres los ojos", pensé, dándome ánimos. Antes de llegar, caí de rodillas y una mujer se acercó, dejando sus bolsas en el suelo. "¿Necesitas ayuda?"; me preguntó. Inmediatamente, saqué mi teléfono y le pedí que llamará al último número de mi agenda.
En otra vida, pensaré todo lo que he hecho y haré todo lo que he pensado. Sé que perderé mucho de lo que he logrado, pero la ecuación me favorecerá. Despertar en la casa de una persona que no conozca puede llegar a ser normal, pero no recordar cómo llegue ahí es preocupante, aunque, lo admito, legendario.
Morir es inevitable y generalmente no elegimos en qué momento lo haremos. Siempre he creído que los suicidas son pusilánimes que fueron obviados por todas las personas que estaban a su al rededor y que, en algún momento, cansados de no decidir qué clase de vida querían tener, decidieron en qué momento terminarla, como un único acto esporádico de valentía. Yo, tan adicto a la adrenalina, puede que, sin quererlo, termine matándome, ya sea caminando en el borde de un edificio para ganarle una apuesta a un amigo del barrio o poniendo a prueba a mi corazón con litros de Whisky y Red Bull.  De morir pronto —parece lo más probable—, procuraré no ser un comentario triste. 
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