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BOSQUEJOS ONÍRICOS

EL TIMBRE

sábado, 9 de diciembre de 2017

"Levántate, Angelo", dice alguien, y yo no obedezco. "¿Quién es yo?", piensa, mientras piensa que no sé quién es el que piensa. En todo caso, el que recibe la orden no la acata, pero tampoco es indiferente ante ella. Tensa sus músculos, se agita, empieza a sudar. En un ademán ambiguo, sugiere con su cuerpo que está a punto de obedecer, pero no lo hace. "Desde afuera debe de verse patético", piensa, sentándose en su cama.

El que está sentado piensa en tomar su guitarra y afinarla. Lo hace; luego, más agitado aún, ensaya un par de canciones, más para ganar tiempo dentro de su casa que para comprobar que sus cuerdas vocales estén listas para subir al primer bus. Baja las escaleras y se dirige a la bodega más cercana. Compra un cereal de frutas y un yogur de medio litro. Después de tomar desayuno, camina hacia la avenida Salaverry y canta su primera canción. "Hola, muy buenos días. He venido a cantarles una canción. Espero que les guste", dice, con una sonrisa en el rostro. ¿Por qué, maldita sea, no dejo de sonreír? Canta una, dos, tres canciones. Mientras canta la tercera, no logra recordar qué canción fue la primera. Le parece curioso y lo intenta, lo intenta tanto que olvida una parte de la canción que aún no termina. La gente lo nota y él sonríe. Algunos sonríen desde sus asientos y son justamente aquellos los que más dinero le dan al finalizar. 
Baja del primer bus y sube al segundo. Repite artificialmente el mismo error. Finge haber olvidado la tercera canción y sonríe cínicamente. Al terminar, el mismo resultado: más dinero del que usualmente gana, de modo que repite el mismo ritual una y otra  vez. En un par de horas nota que ya tiene el dinero que usualmente consigue trabajando ocho horas, de modo que, emocionado, llama a Diego, quizá su único amigo, y espera una, dos, tres timbradas. Las timbradas no son normales. Angelo siente pánico y no sabe la causa. Las timbradas suenan como... ¿el timbre de su casa?
Angelo despierta. Su madre ha olvidado las llaves y está tocando el timbre. Nota que nunca afinó la guitarra ni tomó desayuno ni hizo el dinero que creyó que había hecho. Entonces advierte que quiere rendirse, que ya no lo soporta. Luego razona que no poder soportar algo es una ilusión siempre que uno esté vivo para pensarlo. Se ríe de sí mismo y se levanta. Toma la guitarra y siente el impulso controlable de querer destruirla. Mientras baja las escaleras y seca algunas lágrimas, recuerda que llorar es llorar y nada más, y que tal vez, sólo tal vez, su realidad sea otro sueño que lo distrae de una realidad aun peor, y entonces se aferra a la vida, más por terror que por haber recuperado la valentía que cree que nunca ha tenido y cuyo significado aún no encuentra. 

UNA LIGERA SOSPECHA

miércoles, 22 de abril de 2015

Suelo creer que lo que pasa tiene algún sentido. Confío tanto en las causas y los efectos que, cuando experimento la realidad, casi siempre, estoy completamente seguro de que es el efecto de una causa que puedo explicar o que me cuesta explicar o que algún día yo o alguien que no sea yo podrá explicar pero que, en todo caso, puede ser explicada. Naturalmente, alguien que piensa de esa manera, no puede o le cuesta creer en los milagros. En mi caso, la esperanza es nula.
Sé que pienso pues ése es el verbo que le hemos dado a esa actividad que ahora experimento. Imagino situaciones hipotéticas en mi mente todo el tiempo y vivo situaciones que podría llamar reales si estoy distraído y no me atormento con razonamientos rebuscados. Lamentablemente, o agradablemente, no puedo desechar ese tipo de cavilaciones. Tengo la teoría, la ligera sospecha de que solamente yo existo. 
Habrá quien opine, quizá, que no soy el único que lo ha sospechado. El tema principal aquí es que yo estoy seguro de que sí, soy el único, pues sospechar lo contrario sería contradictorio. Si lo que temo es real, lo que yo llamo "los demás" son sólo proyecciones de mi mente que yo he clasificado y encasillado a medida que he ido conociendo. Esta es mi mamá, este mi papá, estos mis hermanos. Este, que hace cosas graciosas, es mi amigo, y este, que me señala y critica todo el tiempo, mi enemigo. La mujer que duerme conmigo es mi novia; el que está en su vientre, mi hijo. Un espectáculo bastante creíble, pero falso. Podrían decirme que no hay pruebas que confirmen mi teoría. Yo les diría, enérgicamente —porque en el fondo sigo creyéndome el engaño— que no hay pruebas que la desacrediten tampoco. Yo sólo soy un cerebro que ve, oye, siente, huele y gusta. Y todo lo que hago lo hago adentro. ¿Quién puede decirme, con asombrosa confianza, que lo que hay afuera es lo que hay adentro? Un estúpido, sin duda, pero eso no es lo que busco. 
Quizá el mundo empezó con mi nacimiento, y con mi nacimiento empezaron las historias de lo que pasó antes de mi nacimiento. Quizá hay otras mentes, no lo sé, en otros universos. Puede que, incluso, yo sea la única mente existente y haya creado a los demás para no sentirme solo. ¿No fue eso lo que hizo Dios acaso? Tal vez sea inútil aclarar que mis sospechas no son egocéntricas o megalómanas. Tal parece ser que no debo rendirle cuentas a nadie. Iniciar interacciones con proyecciones de mi mente sólo está justificado en la locura, si no es precisamente eso lo que es la vida. Una locura, un sueño, una creación cósmica. 
Intento asimilar esta idea, que se hace cada vez más grande a medida que la pienso. Quizá es verdad: estoy solo. Estoy sólo en un departamento en el que creo que hay tres personas más, pero no las hay. Y no sólo estoy solo acá, sino allá y más allá. No importa cuanto camine, viaje, nade, corra, vuele, no encontraré nada real, nada existente. Sólo yo, creando una y otra vez gente nueva, gente vieja. Tendré que morir, como lo hace los otros, para tal vez confirmar o desechar una teoría que me convence cada vez más. Ver a mis padres morir algún día me hará llorar. ¿Recordaré todo esto ese día? Puede que esa sea la función de las emociones: hacernos creer que todo es real o que todo es falso en determinados momentos. 
Me cuesta trabajo recordar mi infancia y desde hace mucho tiempo siento que lo que yo creo que recuerdo no es en realidad lo que viví, sino lo último que recuerdo de lo que viví, que el tiempo suele modificar para completar. Si eso es verdad, el pasado es irrecuperable y quisiera, con más ganas que coraje, que pasara eso con mi futuro. 










TINTA VERDE

sábado, 4 de abril de 2015

Hola, niña anónima. Tal vez no me recuerdes. Para ser justos, tendrías que haberme conocido, y no puedo pedirte favores que yo no haría por ti. Espero que eso haya quedado claro.
Elegí escribir para no llamarte, pues entiendo que esa ya no es una opción. Ah, y si estás pregúntandote por qué no te menciono, quiero que sepas que es un simple castigo, una pelea insignificante que tengo con tu ego. 
Entiendo que quieres ser feliz para castigarme por razones que ya he olvidado. Entiendo, también, que soy yo el protagonista de tu indiferencia, y mi vanidad te lo agradece, pero hay algunos asuntos que han quedado sin resolver, y tú, que no puedes vivir sin certezas, no querrás perder la oportunidad de conocerlos, pues entiendes que en ese terreno es donde yo soy más hijo de puta de lo que soy, y a ti, mi querida amiga, siempre te gustó esa parte de mí.
Quieres odiarme, realmente lo has intentado, pero fallaste una y otra vez. Tal vez porque nadie puede odiar a una persona, sino a un momento, a una situación, a una actitud. Puedes odiar los abrazos que no te di e incluso las cartas de amor que no te escribí, pero no puedes odiarme ni amarme. Estás molesta, lo sé, pero no conmigo, sino con tu poca capacidad para retenerme a tu lado, para enamorarme, para convencerme de que eras lo único que yo quería tener cerca. Sé que, después de tanto tiempo, es un poco vanidoso pretender que te imnporte esta carta, pero hay una razón para que la escriba de todas formas: no es para ti.
Creí que esto nunca sucedería, pero te estoy utilizando para hacer literatura. Eres, tal vez, uno de esos personajes que nunca creí que iba a necesitar, pero el hecho de que hayas estado conmigo te convierte en parte de mi pasado, en una testigo poco confiable de mi juventud, y tengo que tratarte como tal, en una hoja arrugada con tinta verde.
Adelante, amiga anónima, insúltame una y otra vez, como lo has estado haciendo desde que nos separamos. Fingir, durante tanto tiempo, que tú eras más importante para mí de lo que era yo para ti debe haber sido agotador, teniendo en cuenta que necesitaste falsificar muchas historias para que tus amigos creyeran eso.
Muchas veces me enamoré del personaje que le vendiste a los demás. Quise parecerme a la persona que tú dijiste que te había hecho daño, pero no lo logré, así que me resigné, con el tiempo, a ser yo mismo.
Francamente, extraño ser injuriado y culpado. Soy, lo confieso, algo histriónico, y hace mucho que no siento tantos reflectores sobre mí desde que merecí tus opiniones en el parque que estaba cerca de tu casa.
¿Confesaré que extraño tu manera de fingir que no soy importante, que te alegras de mi felicidad y le mandas tus mejores deseos a las mujeres que están cerca de mí? ¿Continuaré fingiendo que te creo, que lo superaste, que te veo más linda que antes?
Juguemos, amiga anónima, al pasado. Juguemos a que nada sucedió, a que son las tres de la mañana de cualquier día de marzo de hace más de tres años y yo tengo una llamada pérdida en mi antiguo Nokia con el que solía jugar Snake cuando tú me preparabas pizzas caceras en esa tétrica casa medio abandonada y adornada de intermitentes ladridos ensordecedores. El juego consiste en echarte en tu cama con la luz apagada y llamarme, contarme que tienes miedo porque oyes unos pasos extraños. Debes decirme, también, que le temes a los fantasmas y que no quieres que yo te cuelgue hasta que te quedes dormida. No te preocupes, amiga anónima, tengo mucho saldo todavía, y sólo colgaré si dejo de oir tu voz durante unos minutos.
Ahí está. Ese debió ser el final. La historia no debió avanzar más. Yo necesitaba proteger a alguien y tú necesitabas que yo quisiera protegerte a ti. Si eso hubiese sido una novela, habría sido un buen final. No hay por qué escribir más páginas si no van a hacer feliz a nadie. No hay por qué gastar tinta en tu dolor. Es, quizá, una perversión literaria.
Ahora estamos lejos de esas páginas. Yo, detrás de esos buenos deseos en tus cartas, percibo tu agresividad, que es, a estas alturas, casi visual. Esta carta, de alguna manera, es mi última eyaculación. Espero que la hayas disfrutado. 

EL LIBRO Y EL CADÁVER

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Deseo (el verbo es excesivo) transliterar los ideogramas que visualicé sobre mi cuerpo antes de despertar. Recuerdo, porque recordar es modificar y confundir, un libro y un cadáver. Imaginé que el libro era mío y que el cadáver era mi víctima. Mis dedos eran tan inútiles como los colores sin la luz. Intenté tomar el libro, alejarme del cadáver y escapar, pero no pude, y ahora temo que ese recuerdo prefigure mi destino. 
Seguía quieto como una cosa sobre mi cama. Advertí la inmovilidad de mis párpados cuando un rayo de sol interrumpió efímeramente la imagen del cadáver. Advertí, también, la increíble ausencia del sonido.
De pronto (quizá, distraído por la distracción) vi el rostro de mi madre dibujado con hojas cerca de la ventana. Como no podía hablar, lo pensé, y algo irreal aconteció. 'Te extraño, mamá'', escuché, y de alguna manera ella me escuchó. No entendía qué había sucedido. Volví a imaginarme hablar: ''Regresa''. Era una voz diferente, más grave y madura que la que suelo oír cuando hablo. Súbitamente, me imaginé levantándome y algo (no sé si era yo) me levantó. Imaginé a mi madre volver y no volvió. Sólo entonces me decepcionó la limitación del poder que de pronto tenía. Argüí que no podía modificar el comportamiento de los demás con mis pensamientos. Sólo entonces me imaginé leyendo el libro, pero nada sucedió. El libro seguía allí, tan inmóvil como yo cuando no estoy pensando. Resolví que el libro tenía tanta vida como yo y que éste se rehusaba a ser leído. Me imaginé volando y así sucedió. Me atormentó la desesperación de quien piensa que nada es para siempre. Tal vez por eso nunca me alejé tanto del suelo. Me imaginé hablando: ''Si mi madre no regresa, me imaginaré buscándola y encontrándola''.
Me pregunté reiteradas veces si era yo el que volaba o sólo hacía volar a una imagen parecida a mí. Me pregunté si uno podía llegar a sentir lo que debiera sentir la imagen que uno idea cuando la realidad le prohíbe continuar. Sólo entonces recordé que la ausencia del sonido podía significar, en realidad, la ausencia de la percepción auditiva. Pensé, quizá inútilmente, que el ruido sólo existe si hay alguien que pueda oírlo. ''Quizá yo no estoy donde estoy'', me imaginé hablando. Tal vez eso explica la ausencia del sonido. Pero, si no estoy donde estoy, ¿dónde estoy? La pregunta es perversa e inútil.
Llegué (o imaginé llegar) al mismo cuarto. Vi a mi madre llorar y abrazar al cadáver que me acompañó antes de partir a buscarla. Gritaba como si le hubiesen mutilado una pierna o, peor aún, como si hubiese perdido un hijo. Me imaginé preguntándole por aquel cadáver. Olvidé lo inútil que es imaginar que alguien te responda. Intenté abrazarla y desapareció. Sólo entonces advertí que el cadáver era yo. Me volví hacia el libro y éste también desapareció. Ahora, despierto y dueño de mis pensamientos (mas no esclavo), imagino que el cadáver es una promesa inevitable y que el libro, víctima de su autor, es vestigio del futuro. Puede que sea escrito antes de que el que piensa mi destino me imagine cumpliendo una promesa. 

EL RELOJ INTERMINABLE

jueves, 25 de diciembre de 2014

Entré en una habitación sombría y tal vez circular. No logré recorrerla toda, pero entendí que era una habitación porque había una puerta amarilla y paredes ligeramente curvilíneas que, de seguir su curso, tendrían que volver a juntarse en algún lugar demasiado alejado de donde yo estaba. Creo haber dicho que había una puerta, y no estaba mintiendo, pues lo que me condujo hacia otra cámara igualmente circular y ligeramente más sombría fue una suerte de ventana triangular que tenía su base en el piso. Poco después de cruzar la ventana, entré en una cafetería en la que había gente que comía sin emitir sonido alguno. Todos —absolutamente todos— llevaban puesto pantalones blancos, camisas blancas y sombreros verdes y naranjas. Intenté evocar algo, pero no lo conseguí. Todo lo que vi en ese lugar era nuevo, y ninguna de esas imágenes me hizo recordar algo que yo haya visto antes. Caminé al rededor de todos ellos, primero cantando; luego, empujando; después, gritando, pero no merecí los insultos de ninguno de ellos. Poco después advertí que no había paredes en ningún lugar. Seguí caminando y, a medida que me alejaba más, disminuía la cantidad de mesas que veía y, en algún lugar, dejé de visualizar a todos. Primero razoné que alejarme de los demás era demasiado peligroso teniendo en cuenta que no sabía ni dónde estaba ni cómo había llegado a este lugar, si acaso era un lugar. Luego entendí que esas personas eran más peligrosas que el resto, pues sencillamente no había tal resto, sino un lugar inmensamente blanco y vacío. Llegué a un lugar en el que había un reloj inusual en su arquitectura y su posición. Yacía en el suelo y, curiosamente, la saetilla que señalaba las horas no volvía nunca al mismo lugar, pues bajaba en una especie de espiral que conducía a un agujero inmenso. Al acercarme más, me di cuenta de que el reloj era también una escalera de caracol, y mi curiosidad decidió bajar con el fin de encontrar alguna salida o siquiera inventarla. Los primeros escalones fueron fáciles pero luego me sorprendió lo cansado que estaba. La cara empezó a picarme y los huesos parecían haberse inflamado. Me senté durante unos minutos, pues había sudado demasiado. Desde algún lugar empezó a soplar el viento, y mis cabellos se metían en mis ojos y comenzaba a incomodarme más y más. Bajé y bajé sin encontrar la salida. Volví a sentarme, esta vez para llorar. Odié mi cuerpo, mis ganas de morir, mi sed y mi ropa. Me odié por completo y, cuando me puse las palmas en el rostro para secar mi cobardía, advertí que mi barba había crecido increíblemente durante las últimas cuatro horas. Me toqué la nuca y sólo entonces me di cuenta de que mis cabellos habían crecido demasiado. Me saqué la camisa y, en el peldaño que anunciaba que eran las catorce mil quinientas veinticinco horas, me vi reflejado en un anciano enjuto y jadeante. Quise subir, pero resbalé y me fracturé una pierna. Durante doce meses estuve recuperándome sentado en el mismo peldaño, sin comer y sin morir. Cuando creí haberme recuperado, volví a intentar subir. Primero, lo intenté lentamente, quizá treinta peldaños cada media hora. Luego, con más confianza y con menos dolores, incluso me atreví a trotar. Llegué como el mismo adolescente que había bajado, y esta vez lloré de felicidad. Regresé a la cafetería sin paredes y entré por la ventana triangular. Cuando volví a la cámara circular, vi la puerta por la que había entrado, pero esta vez era naranja. Me pregunté muchas veces por qué sabía que había entrado a esta habitación por esa puerta y, al mismo tiempo, no recordaba dónde había estado antes. No lograba recordar ni siquiera que había dejado yo detrás de esa puerta. Me pregunté, también, si esa puerta naranja era la misma que yo había visto amarilla antes pero, como ya no confiaba en mis percepciones, la abrí de par en par.
—Te dije que no volvieras —dijo alguien, riéndose.
Inmediatamente entendí todo. Por eso respondí:
—Esta vez no regresaré, lo prometo.

GONZALO TOLEDO

lunes, 22 de diciembre de 2014

He escrito en el camino, no sé con qué exactitud, esta carta, interminablemente. Ignoro si es tarde o demasiado pronto. Sé que perpetraré emociones que nada o poco tienen que ver con la buena literatura, pero, a estas alturas, poco interesa.
Recuerdo haber oído (y luego escuchado) un vals en el que lamentabas mi ausencia y la de mis hermanos. "Se fueron los pibes", reza el título. Habíamos partido a Buenos Aires y quién sabe qué exabrupto te dictó esas líneas. Tú sabías muy bien que no éramos nosotros quienes se iban, sino, poco a poco, tú, irreversiblemente.
Yo ya había conseguido que los demás creyeran que era inteligente cuando regresamos, y tú seguías —aunque de manera distinta— ahí. Proferías palabras más débiles y, acaso, más nostálgicas. La aprobación de tus textos te importaba menos que la alegría de ver (o escuchar) un partido de Alianza Lima o visitar cierto templo en Barrios Altos. Ahora, lejano en el tiempo y en la memoria, recuerdo tus aplausos que confirmaban una anotación blanquiazul y tus cansados pies que agotaban el parqué de la sala. Ya no hay aplausos, ni siquiera alegrías. Te las llevaste todas, y sólo has dejado artículos periodísticos que no he leído y —lo sospecho— no leeré.
Habíamos vuelto, pero tú, en algún lugar, te quedaste, quizá en el instante en que perdiste (perdimos) a tu compañera. Ignoro aun el dolor de esa pérdida inevitable que esa extraña enfermedad causó en ti, pero, si se parece a la que hoy causa en mí, imagino que el porvenir fue, al menos para ti, más predecible que el pasado.
Luego llegó a nosotros (y a ti no) Santa Cruza, esa extraña ciudad boliviana que ahora me parece ilusoria. Antes de partir, me obligaron (nunca fue necesario, pero lo hicieron) a despedirme de ti. Ya lo habían hecho mis hermanos. Entré en tu cuarto (en el que después dormiría) y te vi, con las palmas sobre tu cabeza y las piernas cruzadas. Me acerqué y dije: "Te quiero mucho, abuelito. Te juro que volveré". Tú me miraste extrañado y me dijiste: "¿A qué hora regresas?". Luego, para que no vieras mis lágrimas —y porque lo necesitaba— te abracé, y sentí que ese abrazo era infinito. Me alejé de ti, caminando hacia atrás para no perder tu rostro en el olvido. Bajando las escaleras, algo (quizá tú) me detuvo, y volví corriendo a tu cuarto. Seguías allí, sin esperar nada, sin sospechar nada. Me acerqué de nuevo y, esta vez, las lágrimas fueron evidentes. Perdóname ese acto egoísta. De alguna manera, advertiste que la despedida iba a ser larga, quizá eterna. "Volveré a verte", repetí, y las lágrimas intentaban esconderse detrás de los ojos.
Aún recuerdo el momento, no el día, en el que mi madre recibió la llamada. Era muy temprano (no había pasado ni dos meses de nuestra partida) y una mujer intentaba decirle a mi madre, de la manera más suave, si acaso es posible, que tú habías partido. El dolor atravesó los ojos de mi madre y llegó hasta los míos. Las horas que prosiguieron fueron irreales; lo que sucedió después, tal vez, no importaba. Me impresionaba salir a la calle y ver a gente riendo, como si el dolor no fuese universal. "¿Cómo puede continuar todo sin ti, sin nosotros, ese nosotros que ya no existe y me obliga ahora a estar solo?", me pregunté.
Tú habías partido dormido, como siempre lo imaginaste. Acaso no recordabas que nosotros no estábamos. Acaso lo sabías, y por eso preferiste la muerte. Déjame criticar, al menos hoy, que los días me hacen daño y no encuentro cómo no llorar.
Todos escribimos una carta de despedida, a pedido de mi madre que, por razones tan triviales como la económica, era la única que podía viajar. Desconozco la que escribió Héctor y ya no recuerdo la que escribí yo. Sólo recuerdo —es inevitable— la de Luigi, que tenía 14 y acaso no entendía, o no quería entender, la realidad, la realidad sin ti.
Con desmesurada mala ortografía, redactó, como un niño, recuerdos que a mí me hicieron demasiado daño. "Ahora soy hincha de Alianza, papi Gonzi. Es una promesa", decía. No soy capaz de superar el dolor de un niño, pero sí de transmutarlo. He escrito páginas que, estoy seguro, no son dignas de ti. Acaso debí quedarme. Ahora no lamento no haber regresado, sino haberme ido.
Perdóname la desidia. Perdóname las amarguras. Perdóname haber sido demasiado joven como para entenderte cuando perdiste a Ferrando, acaso tu mejor amigo. Y gracias por los abrazos que nunca me negaste. Gracias por buscarme debajo de mi cama. Gracias por haber pagado mi colegio con el dinero de tu jubilación. Gracias por haber sido un abuelo, un amigo y, cuando lo necesité, un hermano y un padre. No deseo hablar del periodismo, disciplina que juzgo inútil, ni de la música criolla que tanto odié y sigo odiando. ¿Para qué mentirte con gustos en común que jamás existieron?. No, no dejaré que me cuentes nada. Déjame que lea y relea los abrazos que aún recuerdo. Déjame que te cuente que aún te extraño, y que lo que pueda afirmar o negar esta carta es insignificante. Prometí que volvería y no lo hice. Ahora, que estoy más solo que antes, sólo puedo prometer, como se lo prometí a cierta persona, que seré inmortal, para que tu recuerdo lo sea conmigo.
A Gonzalo Toledo.

EPITAFIO

domingo, 21 de diciembre de 2014

En algún momento razoné que había desperdiciado mucho tiempo planeando conversaciones y resolviendo problemas en mi mente que nunca llegue a tener. Terminé varios libros imaginarios, actué en muchos filmes desconocidos —mis favoritos— y cambié para siempre la historia de países que muchas personas cultas no conocen. Me puse la camiseta peruana y marqué el gol que nos clasificó al mundial por primera vez e, incluso, ideé el discurso en el que le decía al país que el logro no era mío, sino de los treinta millones de peruanos que estuvieron alentando (claro está que primero busqué en Internet los resultados del último censo). Creé melodías lacrimosamente, llené varios estadios con gente desconocida que conocía mis canciones, canciones que yo había compuesto en mi mente, cuando terminaba de resolver aquellos problemas que me causaban más angustia que los que podría llamar problemas reales. Todo, absolutamente todo, parecía ser una perdida de tiempo. Ya no estoy tan seguro. 
En otra vida viviré todo aquéllo. Aunque no estoy seguro, tengo que estarlo. "En otra vida me enamoraré", pensé, sacando unas monedas de mi bolsillo. "Ahora tengo que llegar al teléfono cueste lo que cueste." Es increíble lo que puede llegar a razonar un hombre cuando siente que no le quedan muchos minutos de vida. No podía morir, no en Lima, no tan lejos de casa, aunque no esté muy seguro de cuál sea mi casa. Ya había muerto demasiada gente y había escuchado frases como "Pobrecito, ¿lo conociste? Era el brother que hacía magia con los cigarros. Yo no hablé más de dos veces con él, pero parecía que sus amigos lo querían mucho". Hubo otro, cuya muerte parecía más obvia. "Todo el día estaba drogado. Era cuestión de tiempo". Me pregunté, caminando con dificultad hacia el teléfono público, quién sería después de mi muerte. Ya no me sentía una persona. Me había rebajado a comentario, a lástima, a descripción. "El que escribía, el que tocaba guitarra, el amigo de Luis, de Gian Carlo, el que desperdicio su vida leyendo". Para algunas personas era el inteligente, el que tenía potencial, el que desperdiciaba su talento. Era cualquiera de esas cosas, menos una persona. Tan cerca de mi muerte, nada me diferenciaba de Borges, de Joyce, de Chávez o de Paul Walker. Sentí lo que todo ser humano siente en algún instante de su vida: la necesidad de sentir que ha valido la pena estar vivo, que hemos hecho algo importante, que hemos cambiado el rumbo para siempre. En resumen, el deseo, casi la necesidad, de sentirnos importantes. El motor con el cual solía manipular a las personas. Argüí que cualquier persona en ese momento, sin importar cuán estúpida sea, podría haberme manipulado como lo hacen los genios de verdad con las mentes débiles.
Veía, a lo lejos, un teléfono público. Mi mente parecía apagarse. Mi pierna derecha no respondía y me latían arterias en la frente, el corazón y la pierna. Estaba en esos segundos que preceden al sueño y contra los que es muy difícil librar una batalla. "No cierres los ojos", pensé, dándome ánimos. Antes de llegar, caí de rodillas y una mujer se acercó, dejando sus bolsas en el suelo. "¿Necesitas ayuda?"; me preguntó. Inmediatamente, saqué mi teléfono y le pedí que llamará al último número de mi agenda.
En otra vida, pensaré todo lo que he hecho y haré todo lo que he pensado. Sé que perderé mucho de lo que he logrado, pero la ecuación me favorecerá. Despertar en la casa de una persona que no conozca puede llegar a ser normal, pero no recordar cómo llegue ahí es preocupante, aunque, lo admito, legendario.
Morir es inevitable y generalmente no elegimos en qué momento lo haremos. Siempre he creído que los suicidas son pusilánimes que fueron obviados por todas las personas que estaban a su al rededor y que, en algún momento, cansados de no decidir qué clase de vida querían tener, decidieron en qué momento terminarla, como un único acto esporádico de valentía. Yo, tan adicto a la adrenalina, puede que, sin quererlo, termine matándome, ya sea caminando en el borde de un edificio para ganarle una apuesta a un amigo del barrio o poniendo a prueba a mi corazón con litros de Whisky y Red Bull.  De morir pronto —parece lo más probable—, procuraré no ser un comentario triste. 
 
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